miércoles, 15 de agosto de 2007

La Casa de la Pantera

En la casa de la pantera había solo hombres, y todos querían lo mismo. Había también un árbol, cuya rama más fuerte se extendía por sobre un círculo de cemento de unos dos metros de diámetro que en ese momento significaba el mundo para la pantera. Alrededor del circulo estaban los hombres y uno de esos hombres era yo.
La pantera se movía lentamente, quebrando su andar cada vez que la cadena tiraba demasiado. Sus movimientos desafiantes se perdían en la extensa blancura de su pelaje.
Era hermosa.
Decidí que era mi turno y empecé a trepar la rama desde afuera del círculo, como habían hecho todos antes que yo. Mis manos se aferraban a la madera y mis miedos al cemento mientras cruzaba por sobre el circulo tentando a mi suerte y a la del felino. Todos reían y yo también, pues desafiar a la pantera es cosa común entre los hombres de esta casa. En mi risa, sin embargo, se ocultaba el temor conciente de ser devorado, y debe haber sido este temor el que hizo que mis manos soltaran la rama.

La caída es dura. Golpeo de costado el cemento con mi espalda hacia los hombres, que ya no ríen. Yo tampoco río. El tiempo parece congelarse fuera del circulo. Adentro todo pasa muy rápido. La cadena ya no parece tan fuerte.
La pantera se acerca lentamente hacia mi con la espalda encorvada y la cabeza gacha. La cola sigue su propio camino. Su andar es silencioso, hipnótico, y me paraliza, o también puede haber sido el golpe, o también puede ser el miedo. De tener control sobre mis movimientos me pondría en posición fetal, pero la caída ya lo hizo por mi así que uno de mis problemas esta resuelto. No puedo describir la sensación que inunda mi cuerpo mientras los ojos de la pantera se hacen cada vez más y más grandes, pero si puedo decir que no es miedo. El miedo quedó atrás. Esto es algo mucho peor, o mejor. Es la certeza de la muerte, la total y absoluta resignación a los designios de nadie, la oscuridad creciente, que irónicamente tomó la forma de un gato blanco de gran tamaño.
La pantera arrima su enorme cabeza a la mía y me olfatea una y otra vez, y empuja mis costados con su frente, y me pisa con sus patas, y me vuelve a olfatear. Y poco antes de que el tiempo vuelva a gobernar el mundo fuera del circulo entiendo que la pantera no va a devorarme, ahora se que me ama. La amo con toda la intensidad de mi miedo desdibujado.

Viví con la pantera un tiempo en un mundo sin cadenas donde la libertad no existía para ninguno de los dos hasta que poco tiempo después volví a nuestro hogar para encontrarla reducida a un montón de escombros de color oscuro y forma incierta. La levanté con mis manos temblorosas, ya que su tamaño era ahora concebible y salí corriendo en busca de culpables. Me crucé con personas sin nombre ni rostro sobre quienes escupí mi dolor desde lo mas profundo de mi alma confundida, hasta que la pantera, o lo que ahora era la pantera habló desde mis manos. “Todo va a estar bien. Es lo mejor.”

No había culpables. Nunca volví a la casa de la pantera.

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