martes, 7 de noviembre de 2023

Arterias

Los viejos vagones de madera de la línea A vinieron de Bélgica, cómo muchos otros antes que ellos, en busca de una segunda oportunidad. A la B llegaron de Japón y de España, todos con sueños de rodar. Han venido de China también y quién sabe de dónde más. Debajo de la piel de esta ciudad corren juntos hacia su corazón llevando y trayendo sangre cosmopolita. Buenos Aires es el subte, y es por eso que me enfurece cuando en navidad algún pariente de apellido italiano o español me explica entre vino y vino que tenemos que cerrar las fronteras.


Olor a viejo

Buenos Aires tiene olor a viejo, pero no ese olor que se desprende de aquello que dejamos descuidado, sin amor. Yo hablo del olor a chomba recién planchada en un domingo de dos ambientes en el que tu abuelo apagaba mal un cigarrillo y te enseñaba a jugar al ajedrez mientras tu abuela preparaba una tortilla de papa. Ese aroma a pulover de lana y yerba, a naftalina y Blem, a churrasco y a jazmín (que por algún motivo siempre me transporta a alguna guerra de bombuchas). Buenos Aires siempre va a tener olor a viejo, al menos para mi.

Las cosas que se pierden van a la Luna

Las cosas que se pierden van a la Luna

"La primera vez que pisó la luna fue en un sueño y su padre estaba con él..."

 

La misión era simple: interceptar el satélite de comunicaciones, sincronizar órbitas y una vez estabilizada la velocidad iniciar protocolo EVA para reemplazar el circuito defectuoso. Nada del otro mundo. Sin embargo, lo que parece tan simple en un escenario de simulación, puede volverse infinitamente más complicado en la vida real, y por acertados que sean los cálculos de matemáticos, físicos e ingenieros, ninguno de ellos ha encontrado aún una ecuación para predecir la mala suerte. La suerte adquiere en el espacio infinito una dimensión totalmente distinta a la que tiene en la tierra, donde cuando una tostada cae, lo hace del lado de la mermelada. En el espacio la tostada no cae, pero cualquier astronauta experimentado sabe esto, y el capitán y único tripulante del Ulyses, Joaquín Espinosa, no es la excepción. 

Con un movimiento lento y calculado introdujo el extenso informe de misión (que ya conocía de memoria) dentro del pequeño compartimiento metálico que se encontraba en el borde izquierdo de su asiento y activó el cerrojo magnético sin quitar la vista del tablero. Los equipos estaban funcionando al cien por ciento. la velocidad y los niveles de combustible eran óptimos. Todas las lucecitas ostentaban un color verde esmeralda hipnótico, y según el display del temporizador, en tan solo nueve minutos la nave habría alcanzado al satélite de comunicaciones TriCom-5. Desabrochó con cuidado las correas de seguridad y se sostuvo del borde del asiento para mantener el equilibrio mientras giraba su cuerpo que comenzaba a flotar. Con un suave tirón de sus brazos se impulsó dejando atrás las lucecitas verdes y aquel negro paisaje exterior que le era tan familiar. Había algo de maternal en aquellos brazos invisibles que lo sostenían mientras nadaba tímidamente por el espacio, libre del peso y las presiones de la tierra. Recordó la primera vez que su madre fue a verlo competir en el club de natación. Nunca olvidaría el orgullo y la sonrisa en su cara cuando le dieron el primer premio. Ella tiene la cara más arrugada hoy, pero aún guarda ese trofeo en el tercer estante de su biblioteca.

Poco antes de que el indicador luminoso del radar de proximidad se encendiera, su reloj biológico le indicó que el descanso había terminado. Se impulsó nuevamente hacía el frente de la nave, dispuesto a saludar a su anfitrión metálico, quien lo recibía con los brazos abiertos (si es que se les puede llamar "brazos" a un par de enormes paneles metálicos productos de la más avanzada ingeniería japonesa). Decidió que era un buen momento para establecer contacto con la tierra, más por él que por ellos en realidad, pues no tenía dudas de que había allí abajo un gran grupo de personas y máquinas monitoreando hasta el más mínimo movimiento del Ulyses. El hecho es que, por más entrenada que pueda estar una persona para enfrentar la silenciosa noche del espacio, una voz familiar siempre resulta reconfortante. Él sabía esto y Control también. 

-- Control, aquí Ulyses. Contacto visual establecido. El objetivo no se ha desviado de su órbita ni un centímetro. El sistema de navegación parece estar funcionando correctamente. Inicio impulso de frenado y aguardo confirmación para iniciar preparativos EVA. La luna está hermosa, como siempre. Cambio. --

Joaquín tenía cinco minutos hasta la próxima transmisión y se los regaló a la luna.

-- Las cosas que se pierden van a la luna – le confió su padre una tarde de febrero mientras empujaba su bicicleta a toda velocidad por la vereda de su casa, y él nunca dudó de que eso fuese cierto. Esa misma tarde habría llegado a dos conclusiones que marcarían un antes y un después en su vida: uno, ya no necesitaba las rueditas de su bicicleta, y dos, algún día iría a la luna.

-- Órbita del satélite confirmada. Luz verde a EVA. Buena suerte Capitán. --

Caminar con la mochila de propulsión era incómodo aún sin gravedad, pero sabía que en cuanto la cabina fuese presurizada y se abriera la compuerta esa desagradable sensación desaparecería. También sabía que lo único que oiría una vez fuera de la nave sería su propia respiración, pero no era la primera vez que salía a pasear y no estaba nervioso. Una idea lo detuvo antes de activar la compuerta. – EVA -- pensó, -- las siglas inglesas para Extra-Vehicular Activity--. No era una persona religiosa, y aun así, no pudo evitar pensar en los primeros seres humanos. Él, Joaquín, estaba a punto de salir de las costillas de su nave hacia el espacio exterior. Pensó en Eva y en Adán, en el polvo y las estrellas, en Bradbury y sus doradas manzanas del sol. 

La compuerta se abrió lentamente como lo haría el pesado telón de un teatro antiguo. Y allí estaba el actor principal, a unos quinientos metros, esperando para decir su primera línea. Los cohetes se encendieron durante dos segundos, la obra había comenzado. Un pequeño disparo del cohete derecho y otro del retro propulsor se encargaron de ajustar la dirección. Activó ambos cohetes al mismo tiempo durante medio segundo y la velocidad aumentó considerablemente. Cuatrocientos metros, trescientos cincuenta, trescientos. Joaquín tenía su mirada fija en el satélite, listo para hacer alguna corrección en la trayectoria si fuese necesaria. Doscientos cincuenta metros, doscientos, casi ni sintió el golpe. Su cuerpo giraba lentamente sobre sus ejes. Con una hábil maniobra de los propulsores logró estabilizarse lo suficientemente rápido como para ver el objeto que lo había golpeado y que ahora huía a toda prisa, avergonzado. 

-- ¿Un cepillo de dientes? -- 

bajó la mirada y descubrió la herida en su pierna derecha. No era en realidad una herida pues el único que había resultado lastimado era su traje. Era algo peor que una herida. Era una estocada, pequeña y mortal. Pensó en comunicar su situación a Control, pero se dio cuenta rápidamente de lo inútil que eso hubiera sido. Entonces miró al satélite, quien ya no tenía nada que decir y luego miró a su nave, que lo esperaba demasiado tarde. No se sentía muy bien y en ese momento hubiera jurado que lo que corría por sus venas no era sangre sino algo más... efervescente. Giró la cabeza y vió a la luna. Nunca había pisado la luna. Lloró, pero nada parecido a una lágrima salió de sus ojos. Con gran esfuerzo logró controlar su mano derecha, que temblaba como niño asustado, y activó durante unos segundos el cohete derecho hasta voltear su cuerpo de frente a la luna. Un breve disparo del cohete izquierdo detuvo el giro. Sus brazos cayeron suavemente como abriéndose espacio entre los almohadones de uno de esos sillones acolchonados en los que se siente tan agradable recostarse y de los cuales resulta casi imposible salir. Estaba cansado, un poco mareado y le costaba cada vez más mantener los ojos abiertos, pero antes de dormir logró identificar los cráteres del sur con los que tantas veces había soñado: allí estaban Clavius y Tycho, y su bicicleta, y un hombre muy alto…


jueves, 15 de agosto de 2013

La foto del negativo

Mi cuarto luminoso tiene una ventana a través de la cual, en ciertas horas del día, se filtran unos rayitos de oscuridad. Cuando me invade la nostalgia, generalmente a la hora de la siesta, me siento frente a mi ventana a contemplar lo que pasa adentro.

miércoles, 14 de agosto de 2013

Menguante

En mi cuarto oscuro se revelan los colores más hermosos, los más vivos. Y como podría ser de otra forma? Si uno siempre quiere lo que no tiene.

lunes, 5 de agosto de 2013

Gelsomino o la revolución social

Era el cuerpo más perfecto que jamás había visto. Esa mujer que escondía sus rasgos detrás de un velo, embelesaba al caballero que buscaba una noche de pasión. Un encuentro fugaz para aplacar su sed, calmar la lujuria que no lograba satisfacer con su esposa, una dama de buena familia y posición económica pujante.
Él le clavó la mirada y con ese gesto la hizo suya por el resto de la noche, una eternidad de sensaciones. Ella supo de inmediato que ese sería el hombre, y moviendo las caderas con osadía se acercó para besarlo y embriagarlo con su aroma a jazmín, la fragancia prohibida para las damas de la alta sociedad.
Ella lo tomó de la mano y como a un joven inexperto lo condujo por los pasillos del placer, que cubrían y descubrían lo más oculto y lo más primitivo.
Él, tropezaba a cada paso, la vista nublada por el humo y la ansiedad.
Era como aquella primera vez, cuando su padre le enseñó dónde debía satisfacer sus placeres carnales: “Es con ellas, y no con tu esposa”, sentenció con seriedad, y el hijo jamás lo cuestionó. Obedeció repetidas veces, pero siempre con la misma mujer que lo había cautivado desde el comienzo, la de los ojos almendrados, la de la sonrisa esquiva, la de cintura peligrosa, la de besos de jazmín…Al volver a su lecho, se acurrucó junto a su esposa que ya dormía, para volver a encontrar, complacido, ese aroma que acababa de abandonar.

miércoles, 31 de julio de 2013

Gravedad

Por fin encontré un lugar donde caer vivo.