Él le clavó la mirada y con ese gesto la hizo suya por el resto de la noche, una eternidad de sensaciones. Ella supo de inmediato que ese sería el hombre, y moviendo las caderas con osadía se acercó para besarlo y embriagarlo con su aroma a jazmín, la fragancia prohibida para las damas de la alta sociedad.
Ella lo tomó de la mano y como a un joven inexperto lo condujo por los pasillos del placer, que cubrían y descubrían lo más oculto y lo más primitivo.
Él, tropezaba a cada paso, la vista nublada por el humo y la ansiedad.
Era como aquella primera vez, cuando su padre le enseñó dónde debía satisfacer sus placeres carnales: “Es con ellas, y no con tu esposa”, sentenció con seriedad, y el hijo jamás lo cuestionó. Obedeció repetidas veces, pero siempre con la misma mujer que lo había cautivado desde el comienzo, la de los ojos almendrados, la de la sonrisa esquiva, la de cintura peligrosa, la de besos de jazmín…Al volver a su lecho, se acurrucó junto a su esposa que ya dormía, para volver a encontrar, complacido, ese aroma que acababa de abandonar.
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Me encanta
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